Era la primera misa de Rodrigo Villasante como acólito de la iglesia local. Con una destreza inusual, sostenía el cáliz de plata y acomodaba las vinajeras de la congregación de Santo Domingo. Frente a él estaba el padre Joaquín Sanabria, un clérigo español con cientos de misas realizadas y que esa tarde se encontraba más cansado de lo habitual. Fue en ese momento cuando lo escucharon. De hecho, todos los asistentes de la misa de las seis lo hicieron.
Un golpeteo irregular comenzó a resonar desde el suelo, ocasionando un eco que se movía por la oscuridad de la iglesia.