En su camino púlpitos de estilo barroco y santos con rostros pálidos adornaban las paredes oscuras de la iglesia, ninguno había sido reubicado en al menos diez años.
—Pensé que eran ladrones padrecito, pero no puede ser… por eso fui a buscarlo —murmulló Huamán tratando de justificarse mientras caminaba con su ligero cojeo.
Y no era una locura pensarlo, por años, los cazadores de tesoro y saqueadores habían movido su territorio de trabajo de cementerios incas o viejas cuevas alejadas, a iglesias con un surtido avatar de piezas de oro o reliquias cristianas.